Mi concepción sobre la vida y la muerte ha cambiado más de una vez. Sin duda, como todos, empezamos por concebir la muerte con la primera pérdida de nuestros seres cercanos: de pronto guarda lógica, entendimiento y razonabilidad cuando se trata de personas mayores a nosotros y, de alguna forma, nos vamos preparando para ello.
Aunque somos conscientes de que nadie está preparado para perder a un ser querido, sin embargo, todo cambia cuando tenemos la oportunidad de ser padres. En ese estado comprendemos que la vida de nuestros hijos está por encima de las nuestras y donde se hace evidente una frase trillada pero muy cierta: “doy mi vida por mis hijos”.
Y es literal. Cualquier fracaso, dolor o pérdida se vuelve una herida en el corazón que sangra por mucho tiempo. En ambos casos esa herida es capaz de cicatrizar, pero a la vez es muy sensible a sangrar nuevamente. Quizá, y solo quizá, el tiempo haga más calmo nuestro llanto y el dolor.
¿Pero qué sucede cuando tenemos en nuestro hogar a personas cuya vida pende de un hilo, tal como es el caso de una enfermedad terminal o una condición de salud de minusvalía permanente? Es en ese momento cuando aparece una tercera relación con la muerte, y donde la frase “un día a la vez” carga relevancia.
Es, también, la primera vez en que no peleamos con la muerte, sino que damos gracias a la vida y, probablemente, desaparecen muchos prejuicios relacionados con las diferencias tales como la edad, estatus, valor del dinero y acumulación de riquezas.
No cabe duda de que a medida que pasan los años y vamos perdiendo seres queridos sentimos de cerca la soledad en primera instancia, para después reconocer que somos nosotros los que también podríamos partir, y es entonces cuando necesitamos estar cerca de los nuestros.
Es por ello, sobre todo ahora, que hemos experimentado este sentimiento. Necesitamos de alguien en particular, de algunos o quizás de muchas personas al lado nuestro. De pronto lo(s) necesitamos aun sin saberlo o pedirlo.
Por ello debemos estar atentos a acoger y buscar a quienes nos necesitan y que son o se convierten en nuestra “familia”, nuestra nueva familia.
Escribe: Rubén Dávila Calderón
Ex alumno salesiano
Un artículo del Boletín Salesiano de Perú