Carta del Rector Mayor, don Ángel Fernández Artime, con ocasión de la declaración como Venerable del Siervo de Dios Octavio Ortiz Arrieta Coya, obispo de Chachapoyas (Perú) y primer salesiano peruano.
Mis queridos hermanos Salesianos,
Mis queridos hermanos y hermanas de la Familia Salesiana:
Después de alegrarnos por la declaración como Venerables de los sacerdotes Francisco Convertini y José Vandor, a solo un mes de distancia, el 27 de febrero de 2017, el Papa Francisco ha autorizado a la Congregación para las Causas de los Santos la promulgación del Decreto referente a las virtudes heroicas del Siervo de Dios Octavio Ortiz Arrieta, de la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco, Obispo de Chachapoyas. Nació en Lima el 19 de abril de 1878 y murió en Chachapoyas el 1 de marzo de 1958. Es un nuevo regalo a nuestra Familia y una confirmación del camino de santidad que ha florecido en el carisma que Dios dio a la Iglesia por medio de nuestro Padre Don Bosco.
El Venerable Mons. Octavio Ortiz Arrieta Coya transcurrió la primera parte de su vida como oratoriano, estudiante y luego como salesiano, comprometido en las obras de los hijos de Don Bosco en Perú. Fue el primer salesiano que se formó en la primera casa salesiana de Perú, fundada en Rimac, un barrio pobre donde aprendió a vivir una vida austera y sacrificada. Conoció el espíritu de Don Bosco y el sistema preventivo en el contacto con los primeros salesianos que llegaron a Perú en 1891. Como salesiano de la primera generación, aprendió que el servicio y el don de sí deberían ser el horizonte de su vida; por eso, ya desde joven salesiano, asumió responsabilidades importantes, como la apertura de nuevas obras y la dirección de otras, con sencillez, sacrificio, y total dedicación a los pobres.
La segunda parte de su vida, desde el comienzo de los años 20, la vivió como obispo de Chachapoyas, Diócesis inmensa, vacante desde hacía muchos años, en la que, además de las condiciones prohibitivas del territorio, existía una cierta cerrazón sobre todo en las aldeas más dispersas. En estos lugares, el campo y los desafíos del apostolado eran fortísimos. Ortiz Arrieta era de temperamento vivaz y acostumbrado a la vida comunitaria; además, era de alma delicadísima, hasta el punto de ser llamado en sus años jóvenes “pecadito”, por la exactitud en descubrir las faltas y ayudarse a sí mismo y a los demás a corregirse; además, disponía de un sentido innato del rigor y del deber moral. Las condiciones en que tuvo que desarrollar su ministerio episcopal, por el contrario, se le presentaban diametralmente opuestas: soledad e imposibilidad sustancial de compartir con alguien su vida salesiana y sacerdotal, a pesar de las reiteradas y acuciantes súplicas a su propia Congregación; necesidad de moderar el propio rigor moral con una firmeza cada vez más dúctil e indefensa; fina conciencia moral continuamente puesta a prueba por opciones muy duras que debía tomar y por la tibieza en su seguimiento por parte de algunos colaboradores menos heroicos que él, y de un pueblo de Dios que solía oponerse al obispo cuando su palabra se convertía en denuncia de injusticias y diagnóstico de los males espirituales. El camino del Venerable hacia la plenitud de la santidad en el ejercicio de las virtudes, estuvo, pues, señalado por trabajos, por dificultades y por la continua necesidad de adaptar su propia mirada y su propio corazón bajo la acción del Espíritu.
Ciertamente, encontramos en su vida episodios que se pueden definir como heroicos en sentido estricto, pero es necesario también resaltar en su camino de santidad sobre todo aquellos momentos en los que habría podido actuar de otra manera pero no lo hizo: ceder ante la desesperación humana y entre tanto reafirmar la esperanza; contentarse con una caridad grande, pero sin ejercer plenamente su disponibilidad a una caridad heroica que de hecho practicó con ejemplar fidelidad por muchas décadas. Cuando se le propuso por dos veces cambiar de Sede, y en el segundo caso se le ofreció la Sede Primada de Lima, decidió quedarse entre sus pobres, aquellos a quienes nadie quería por hallarse realmente en la periferia del mundo; él permaneció en la Diócesis que había desposado para siempre y que había amado así como era, comprometiéndose con todo su ser en hacerla, aunque solo fuera un poco, mejor. Fue pastor “moderno” en su estilo de presencia y en el uso de los medios de acción, como el asociacionismo y la prensa. Hombre de temperamento decidido y de fuertes convicciones de fe, Mons. Ortiz Arrieta se sirvió ciertamente en su acción de este “don de gobierno”, unido siempre al respeto y a la caridad, expresados con extraordinaria coherencia.
Aunque vivió antes del Concilio Vaticano II, sin embargo es actual el modo en que planificó y desarrolló los cargos pastorales que se le confiaron: desde la pastoral vocacional al apoyo concreto de sus seminaristas y sacerdotes; desde la formación catequética y humana de los más jóvenes a una pastoral familiar que le acerca a parejas de esposos en crisis o parejas de hecho reacias a regularizar su unión. Mons. Ortiz Arrieta no educó solo con su concreta acción pastoral sino con su mismo comportamiento: con la capacidad de discernir, ante todo, qué significa y qué implica renovar la fidelidad al camino emprendido. De hecho, perseveró en una pobreza heroica, en una fortaleza probada en numerosas ocasiones y en una fidelidad radical a la Diócesis que se le había entregado. Humilde, sencillo, siempre sereno, entre serio y amable; la dulzura de su mirada transparentaba toda la tranquilidad de su espíritu. Este fue el camino de santidad que recorrió.
Los rasgos de virtud que sus superiores salesianos encontraron en él antes de la ordenación sacerdotal – cuando lo definieron como una “perla de salesiano” y valoraron su espíritu de sacrificio – aparecen como una constante en toda su vida, también en la episcopal. Verdaderamente, se puede decir que Ortiz Arrieta se “hizo todo para todos para salvar a toda costa a alguno” (1 Cor 9,22): con las autoridades mostraba su autoridad, era sencillo con los niños, pobre con los pobres, manso con quien lo insultaba o intentaba deslegitimarlo por rencor; siempre dispuesto a no devolver mal por mal, sino a vencer al mal con el bien (cfr. Rom 12,21). Toda su vida estuvo dominada por la prioridad de la salvación de las almas: una salvación a la que quería que se dedicaran de hecho también sus sacerdotes; probó a cambiar en ellos la tentación de encerrarse en fáciles seguridades o de atrincherarse tras cargos de mayor prestigio, por el compromiso del servicio pastoral. En verdad se puede decir que llegó a situarse en aquella medida “alta” de vida cristiana, que hizo de él un pastor que encarnó de manera original la caridad pastoral, buscando la comunión del pueblo de Dios, yendo hacia los más necesitados y dando testimonio de una vida evangélica de pobreza.
Para concluir, deseo expresar mi cercanía a la iglesia de Chachapoyas que lo tuvo como pastor durante 36 años y a la Familia Salesiana de Perú que lo venera como primer salesiano de la nación. Deseo además confiar una vez más nuestra Familia Salesiana a María Auxiliadora, de la que el Venerable Mons. Octavio Ortiz Arrieta fue hijo devoto. Os invito a conocer a este testigo y a pedir, por su intercesión, la gracia del milagro que abra el camino a su beatificación.
Roma, 19 marzo 2017
Solemnidad de San José