Con el domingo de Ramos comienza la Semana Santa, el período más intenso y significativo de todo el año litúrgico. En ella se celebra el acontecimiento siempre actual, sacramentalmente presente y eficaz, de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. La Semana Santa, que culmina con el festivo Aleluya de Pascua, se abre con el episodio de la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén. Agitando palmas y ramos de olivo se revive en la procesión el triunfo de Cristo; pero estas aclamaciones de alegría durarán poco tiempo, pues enseguida resonarán las notas dolorosas de la pasión de Jesús y los gritos hostiles contra él, que a pesar de ser inocente, fue condenado a la muerte de cruz. Muchos de los que hoy gritan “hosanna” el viernes gritarán “crucifícalo”.
Hoy comienzan de nuevo los días de la Pasión con los mismos papeles y actores que en el año 33: los espectadores indiferentes, los que se lavan las manos siempre, los cobardes que afirman no conocer a Cristo, los verdugos con sus látigos y reglamentos, y la misma víctima dolorida, infinitamente paciente y llena de amor, que dirige a todos su mirada de interrogación, de ternura, de espera….Y se siguen distribuyendo los papeles para que empiece el drama. ¿Quién interpreta a Simón de Cirene? ¿Quién quiere ser Judas? ¿Quién va a hacer de Verónica?
La Pasión no basta con leerla en el texto evangélico; hay que meditarla, asimilarla, encarnarla en la propia vida pudiendo ser el actor que queramos. El relato de la pasión nos hará recordar los signos del sufrimiento de Cristo, que es traicionado, escarnecido, cubierto de esputos, flagelado y crucificado. Su ejemplo altísimo de docilidad a Dios y de cumplimiento de la voluntad divina es la más esclarecedora expresión y el gesto más profundo y auténtico de amor, que llega hasta derramar la última gota de sangre para salvar a todos.
Artículo publicado en archimadrid.org