(RV).- Este mediodía en una Plaza de San Pedro abarrotada de miles de fieles y peregrinos, el Santo Padre Francisco rezó la oración mariana recordando la fiesta de la Inmaculada Concepción. Refiriéndose al misterio de la “muchacha de Nazaret que está en el corazón de Dios”, el Papa recordó que Dios posa su mirada de amor sobre cada hombre y cada mujer: “también nosotros, desde siempre, hemos sido elegidos por Dios para vivir una vida santa, libre del pecado. Es un proyecto de amor que Dios renueva cada vez que nosotros nos acercamos a Él, especialmente en los Sacramentos”, puntualizó. El Obispo de Roma invitó a todos a contemplar a nuestra Madre Inmaculada, reconociendo nuestro destino verdadero, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor.
Palabras del Papa antes del rezo del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
este segundo domingo de Adviento cae en el día de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, y entonces nuestra mirada es atraída por la belleza de la Madre de Jesús, ¡nuestra Madre! Con gran alegría la Iglesia la contempla «llena de gracia» (Lc 1,28), y comenzando con estas palabras la saludamos todos juntos: «llena de gracia». digamos tres veces: «Llena de gracia». Todos: ¡Llena de gracia! ¡Llena de gracia! ¡Llena de gracia! y así Dios la ha mirado desde el primer instante en su diseño de amor. la ha mirado, bella, llena de gracia. ¡Es bella nuestra madre! María nos sostiene en nuestro camino hacia la Navidad, porque nos enseña cómo vivir este tiempo de Adviento en espera del Señor. porque este tiempo de Adviento es una espera del Señor, que nos visitará a todos en la fiesta, pero también a cada uno en nuestro corazón. ¡El Señor viene! ¡Esperémoslo!
El Evangelio de san Lucas nos presenta a María, a una muchacha de Nazaret, pequeña localidad de Galilea, en la periferia del impero romano y también en la periferia de Israel. Un pueblito. Sin embargo sobre ella, aquella muchacha de aquel pueblito lejano, sobre ella, se posó la mirada del Señor, que la eligió para ser la madre de su Hijo. En vista de esta maternidad, María fue preservada del pecado original, o sea de aquella fractura en la comunión con Dios, con los demás y con la creación que hiere profundamente a todo ser humano. Pero esta fractura fue sanada anticipadamente en la Madre de Aquel que ha venido a liberarnos de la esclavitud del pecado. La Inmaculada está inscrita en el diseño de Dios; es fruto del amor de Dios que salva al mundo.
Y la Virgen jamás se alejó de aquel amor: toda su vida, todo su ser es un “si” a aquel amor, es un si a Dios. ¡Pero ciertamente no ha sido fácil para ella! Cuando el Ángel la llama «llena de gracia» (Lc 1,28), ella permanece «muy confusa», porque en su humildad se siente nada ante Dios. El Ángel la consuela: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (v. 30). Este anuncio la confunde aún más, también porque todavía no se había casado con José; pero el Ángel agrega: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios»(v. 35). María escucha, obedece interiormente y responde: «Yo soy la sierva del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (v. 38).
El misterio de esta muchacha de Nazaret, que está en el corazón de Dios, no nos es extraño. No es ella que está arriba y nosotros aquí. No, no, estamos conectados ¡De hecho Dios posa su mirada de amor sobre cada hombre y cada mujer! Con nombre y apellido. Su mirada de amor está sobre cada uno de nosotros. El Apóstol Pablo afirma que Dios «nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables» (Ef 1,4). También nosotros, desde siempre, hemos sido elegidos por Dios para vivir una vida santa, libre del pecado. Es un proyecto de amor que Dios renueva cada vez que nosotros nos acercamos a Él, especialmente en los Sacramentos.
En esta fiesta, entonces, contemplando a nuestra Madre Inmaculada, bella, reconozcamos también nuestro destino verdadero, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor. Ser transformados por la belleza de Dios. Mirémosla, a nuestra Madre, y dejémonos mirar por ella, porque es nuestra Madre y nos ama tanto; dejémonos mirar por ella para aprender a ser más humildes, y también más valientes en el seguir la Palabra de Dios; para acoger el tierno abrazo de su Hijo Jesús, un abrazo que nos da vida, esperanza y paz.