Hemos llegado al último domingo del tiempo ordinario, antes de iniciar el período del adviento. Y la Iglesia siempre celebra y proclama en este día a Jesucristo, Rey universal.
Pero Cristo no es un rey cualquiera: “Mi reino no es de este mundo”. No es un reino de honores, de riquezas, de poderes y dignidades como lo entiende el mundo. Su reino es de una dimensión trascendente y muy superior. No es un reino terreno, sino celestial. Es un reino de amor, de justicia, de gracia y de paz; un reino que está muy por encima de las ambiciones humanas. Un reino que heredarán los pobres, los mansos, los que sufren, los misericordiosos, los humildes, los pacíficos, los perseguidos… Un reino, en definitiva, que poseeremos plenamente en la otra vida, pero que ya ha iniciado desde ahora.
Está claro, que nuestro Rey Jesús es un Rey muy especial. En vez de empezar su reinado -conquistado con su propia sangre- aplastando a sus enemigos, lo primero que hace es perdonar:
– Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen.