Don Rinaldi había entendido, en el contacto íntimo con Don Bosco y luego en su experiencia personal, que la actitud constante de unión con Dios era el secreto de la activa vida y del espíritu del Fundador. Sin inmersión total en Dios no se puede ser su discípulo. «La vida interior – decía – puede parecer un poco extraña para nosotros, en cuanto, como los salesianos, estamos siempre activos y ocupados. Sin embargo, es solo lo único que nos hace religiosos».
Consideraba esta actitud, la fuente cristalina de todo, la gracia primera, el verdadero motor secreto del genuino espíritu salesiano; y lo afirmaba con valentía, casi de forma paradójica: «Nuestra santidad – escribía a los hermanos – no está tanto en la práctica del sistema de vida abrazado por la profesión salesiana y tampoco en la imitación de las virtudes de nuestro Padre, sino en asegurar que la vida salesiana por nosotros abrazada, y que la imitación de las virtudes paternas están animadas por el espíritu del que las vivía y con el cual ejercitaba las virtudes Don Bosco mismo».
Él encarnó tal interioridad apostólica, que fue la raíz profunda de una actividad sorprendente. Baste recordar que durante su mandato, los salesianos pasaron de 4.788 a 8.836, con un crecimiento promedio de 450 por año, y las casas de 404 a 644. La beatificación de Don Bosco, en 1929, fue la ocasión que él valorizó por toda la concreta renovación espiritual y apostólica.
Una empresa magnánima y concretamente atrevida fue la misionera. Creó un tipo de movilización en este sentido: él abrió con 7 aspirantados misioneros y preparó expediciones de proporciones excepcionales, con el envío en misión de jóvenes – novicios y posnovicios. El último de los sucesores de Don Bosco en tratar íntimamente con el Fundador, personificó en sí mismo el espíritu de Don Bosco, la paternidad y la santidad, para ser capaz de impregnar mejor a sus hijos espirituales.